¿Qué habrí­a dicho el Cardenal Raúl Silva Henrí­quez hoy?

TEXTO IÍNTEGRO DE LA INTERVENCIÓN DE LA PERIODISTA VIVIAN LAVÍN EN LA PRESENTACIÓN DE EL CARDENAL, NOVELA GRÁFICA DE KÓTE CARVAJAL Y LUIS INZUNZA, JUEVES 25 DE ENERO, 2018, EN CENTRO CULTURAL ESTACIÓN MAPOCHO.

 

Fotos: Rodrigo Sánchez

 

 

¿Qué habría dicho el Cardenal Raúl Silva Henríquez hoy ?

 

Son preguntas que persistentemente me rondaron con la lectura del libro El Cardenal.

 

A quien le tocó desafiar a uno de los gobiernos más despiadados de la historia de Chile y para lo cual no necesitó un retiro de silencio ni largas jornadas de reflexión sino que entender que a partir de ese mismísimo 11 de septiembre de 1973, la oración debía ser acompañada de acción urgente, sigue siendo un referente de cómo la Iglesia ha sido un actor fundamental de nuestra vida patria.

 

“La caridad de Cristo nos urge”, fue el lema que eligió para su episcopado un 3 de julio del año 1938, en otro contexto histórico, en otras latitudes. Un lema que con fidelidad fue encarnando en su labor sacerdotal de diferentes formas y con diferentes intensidades.

 

 

“La caridad de Cristo nos urge” fue uno de los aspectos de la personalidad del Cardenal que Kôte Carvajal y Lucho Inzunza  entendieron como fundamental a la hora de hacer un relato sobre este señor de sombrerito de hongo llamado Cardenal Raúl Silva Henríquez.

 

Con lucidez, entendieron estos jóvenes y talentosos artistas que en esas seis palabras se concentraba la esencia del compromiso del hombre que dejó una profunda huella en la Iglesia que dirigió como máxima autoridad en nuestro país, y que casi por empeño, una parte influyente del clero ha dejado atrás de una bruma histórica de la que apenas se le distingue en el horizonte.

 

La visita del Papa Francisco I nos demostró que la Iglesia está confundida hoy, al punto que ha sido la propia feligresía la que se lo ha representado con la desidia de muchos, y el activismo de pocos exigiéndole que se pronuncie sobre las acusaciones por abusos sexuales que tanto pesan sobre la milenaria institución.

 

Vuelvo a las preguntas iniciales: creo que el Cardenal no habría imaginado jamás que el rostro del horror se había hecho carne con tal profundidad al interior de la Iglesia chilena y universal. Y que en los mismos momentos en los que él la transformaba en un espacio de refugio y esperanza, otros ya la utilizaban como sala de torturas y de impunidad. Más de 80 nombres registra la ONG estadounidense Bishop Accountability y que corresponden a sacerdotes de diferentes congregaciones chilenas, cuyas gravísimas faltas le dieron un giro inesperado pero previsible a la gira papal. Imposible hablar de la Iglesia chilena hoy sin pensar en lo que ha sucedido en la última década a este respecto: desde la actitud de las víctimas que comenzaron a hablar cada vez más fuerte, la manera cómo la Iglesia ha procesado al interior esas acusaciones, la situación actual y futura de los acusados y condenados y, finalmente, la respuesta del pueblo chileno frente a todo este doloroso panorama.

 

Un escenario demasiado contradictorio si se le compara con el que nos proponen Lucho y Kôte, quienes se sumergieron en una historia que no vivieron, una parte de la historia de la Iglesia que, insistimos, ha sido silenciada  y que, por lo mismo, debieron ir en su búsqueda.

 

 

Lucho dice que no sabía nada del Cardenal Raúl Silva Henríquez, y que hoy, sin embargo, se considera su “fan”. Para ello tuvo que leer sobre su trabajo, su vida y también informarse de lo que pasaba en el Chile de entonces. Como por ejemplo la tortura y desaparición de cuerpos en el fondo del mar. Eso lo conmocionó al punto que junto a Kôte decidieron incluirlo en su trabajo, como una manera de remecer a esos otros jóvenes a los que está destinado este libro, para que a través de este lenguaje gráfico comprendan la profundidad de esa herida llamada desmemoria e impunidad.  

 

Dice Kôte que cuando comenzaron no entendían muy bien la figura del sacerdote, pero intuían que era algo importante, y por eso se sumergió en la biografía escrita por Ascanio Cavallo y otros documentos históricos.

Todo esto les permitió ir aquilatando el peso de Don Raúl, como le decían sus más cercanos.

 

Y es que esto de hacer “dibujitos” no es una cuestión de lápiz y papel o, para decirlo de manera más moderna, de computador y programas de diseño e ilustración. Necesitaron una memoria de quien algunos consideran un “santo” y que para las clases acomodadas en sus billeteras y en su moral era un cura rojo y molesto.

 

Un hombre prácticamente olvidado para la historia oficial. No solo para ella, también para la propia historia de la Iglesia reciente, que no lo destaca como un hombre extraordinario, fuera de la norma, que entendió la urgencia de tomar una posición clara e irreductible desde aquel 11 de septiembre de 1973. En cambio, ha preferido la Iglesia, con su parsimonia milenaria, que sean los exégetas de ojalá un par de cientos de años más, los que ponderen la obra de este abogado de profesión y cura por vocación.

 

 

Pero la porfiada realidad y la voluntad de estos jóvenes ilustradores, talentosos y comprometidos, Kôte Carvajal y Lucho Inzunza, nos vienen a recordar la figura y legado de don Raúl, representándolo desde la misma portada en una actitud muy activa, caminando con determinación mientras se aleja de las graderías, donde están los militares custodiando a esos hombres envueltos por Las frazadas del Estadio Nacional, como las ha testimoniado Jorge Montealegre en su libro del mismo nombre.

 

Dicen los autores que el libro contiene un 90 por ciento de rigurosa verificación y un 10 por ciento, que aun no siendo verdad, sí es verosímil, puesto que corresponden a momentos de los que no existen testimonios exactos, pero sí la certeza de que sucedieron. Como su encuentro con Pinochet en el que utilizan las herramientas del dibujo para graficar la tensión de una cita de la que poco sabemos que mucho intuimos.

 

Esa intuición que juega en muchas direcciones y nos permite también ir configurando la esperanza de que no porque no hayamos logrado lo que soñábamos, significa que la batalla la hemos perdido.

 

La esencia del mensaje cristiano se centra justamente en esta última palabra, la esperanza, una de las virtudes teologales junto a la fe y a la caridad. Para la Teología Cristiana estas virtudes son infundidas por Dios mismo en el alma humana para conducirla a la vida eterna. El cristiano entiende, por lo tanto, a la esperanza en función de lo ultraterreno pero, qué sucede con los que no creen en Dios, ¿tienen esperanza?

 

Rebecca Solnit, es una lúcida columnista y autora de varios libros, entre los que se cuentan Esperanza en la oscuridad. La historia jamás contada del poder de la gente (Cap. Swing editores). Publicado hace más de una década, como una reacción al gobierno de George Bush Jr. y su maquinaria de guerra en contra de Irak, y que ha sido reeditado, en tiempos de Trump, adquiriendo por ello más significado y urgencia.

 

Para Rebecca Solnit, la palabra esperanza no tiene relación con la religión y cobra un sentido distinto, profundamente enraizado en el presente y en cómo enfrentamos el futuro. “La esperanza no es como un billete de lotería que puedes tener apretado en la mano, sintiéndote afortunado, sin moverte del sofá. Lo que quiero decir es que la esperanza es un hacha con la que romper puertas en caso de emergencia; que la esperanza debería empujarte a salir de casa, porque hay que hacer todo cuanto esté en nuestra mano para evitar que el futuro consista en una guerra tras otra, en la aniquilación de los tesoros de la tierra y en la opresión de los pobres y los marginados”.

La esperanza como activismo y no un don heredado; un trabajo personal y colectivo más que celestial; una fuerza que empuja y moviliza. Y lo que hace en su libro, es demostrar cómo hay cientos de historias no contadas que permiten abrigar esperanzas para un mejor vivir… en la tierra.

 

El milagro está justamente en la posibilidad de cambiar las cosas y lo más importantes es que un creciente número de hombres y mujeres cada vez toman más conciencia de ello, vale decir de la comprobación de que el poder ha estado siempre en sus manos y ellos sin darse cuenta. A veces el gesto se presenta de manera modesta, mínima, casi invisible, y otras, a través de multitudinarias manifestaciones que cohesionan a la especie humana.

 

La constatación que hace Rebecca Solnit es la del “reconocimiento de lo poderosas que son las fuerzas idealistas y altruistas que están en marcha en el mundo”, de las que la cristiandad también se ha hecho parte, pero lo más interesante es que no sólo ella. Los medios de comunicación aquí han jugado un rol central escuchando y amplificando para el conocimiento universal desde la gesta del Movimiento Zapatista en Chiapas hasta los asfixiados gritos de las mujeres de Tanzania obligadas a la mutilación genital. Es el poder de la gente el que surge como una fuerza cada vez más importante y global y que para Rebecca Solnit produce esa fogonazo llamado esperanza.

 

Rebecca Solnit no deja de maravillarse a la hora de constatar  “cómo las personas responden a los desastres urbanos” que, en el caso de Chile, habría que sumar a los de la naturaleza, a partir de los cuales surge lo mejor de quienes habitamos estas tierras. Hombres, mujeres, ancianos y niños que adquieren ribetes heroicos a la hora de ir en ayuda de quienes lo necesitan, concibiendo formas creativas, altruistas y generosas. Estas historias que alimentan la parrilla televisiva hasta el hartazgo en momentos de catástrofe, y que luego, de un modo esquizofrénico, una vez que ha pasado la emergencia, son reemplazadas por el relato del miedo y el terror.

 

 

La ingenuidad es pensar que la esperanza, del tipo que sea, cristiana o no, es por generación espontánea. “La memoria produce esperanza de la misma manera que la amnesia produce desesperación”, señala el teólogo Walter Brueggemann. De modo que, al igual que la esperanza cristiana, hay una historia desde la cual embeberse. Para la primera es la Biblia, para la otra, es la relación de los hechos, el periodismo y la literatura. Pues “aunque la esperanza se refiere al futuro, los motivos para la esperanza yacen en los registros y en los recuerdos del pasado. Podemos hablar de un pasado que no consistió más que en derrotas, crueldades e injusticias, o de un pasado que respondió a una maravillosa edad dorada ahora irremediablemente perdida, o podemos hablar de una historia más complicada y precisa, una en la que hay sitio para lo mejor y lo peor, para atrocidades y liberaciones, dolor y júbilo. Una memoria acorde con la complejidad del pasado y con todo el elenco de participantes, una memoria que incluye nuestro poder que produce una energía dirigida hacia delante llamada esperanza”, explica Rebecca Solnit. Y de manera más gráfica, como que “las ramas son la esperanza y las raíces son la memoria”.

 

Por dolorosa o feliz que sea, la memoria sostiene a la esperanza.

 

Y este libro, El Cardenal es un ejercicio de memoria realizado por personas jóvenes que poco tuvieron que ver con todo lo que sucedió en el Chile de hace 50 años, pero que toman con responsabilidad y cariño la tarea de contárselas a sus contemporáneos… eso produce esperanza.

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