Texto íntegro de la intervención a cargo de la periodista e investigadora, autora de Canción Valiente y Llora, corazón, Marisol García, en el lanzamiento de la biografía definitiva de The Kinks, Atardecer en Waterloo, de Manuel Recio e Iñaki García, Sílex Ediciones, realizado el miércoles 24 de enero, 2018, en Librería del GAM.
Hablemos de la diferencia entre éxito y prestigio. Acotémoslo aun más: la grieta —invisible pero evidente— entre talento y cálculo. Son distinciones clave para conceptos que muchas veces pasan como sinónimos, pero cuya delimitación nos ayudaría a saber mejor dónde pararnos en nuestra convivencia social y en nuestro aprecio a quién de verdad lo merece. De esta confusión de conceptos hay ejemplos a diario en la actividad política, en la escalera de la fama sobre los peldaños de los medios y para qué hablar de los negocios. También en nuestro rubro, ¿no? En el mío, y en el de ustedes, cualquiera sea, porque vivimos en un país de encandilamientos fáciles.
Prestigio contra éxito. Talento versus cálculo. Pensemos en eso. Estoy segura que la historia de los Kinks es estupenda excusa para agudizar nuestras sospechas sobre los brillos consensuados y los bombos a destiempo. Para ponernos más suspicaces, por un lado, pero a la vez abrazar y valorar con más sincera admiración a quienes han comprendido la diferencia, y hacen de ello su guía biográfica.
Era más o menos esperable que en un libro sobre The Kinks hubiese elogios entusiastas —muy entusiastas— de gente como Pete Townshend, Paul Weller, Damon Albarn o incluso Mick Jagger y David Bowie (que, mal que mal, han grabado o mostrado canciones del grupo, en abierto saludo a su genio). Me sorprendió bastante más leer un lamento tan elocuente de parte de Bob Dylan sobre su referencia ignorada («Ray Davies es un genio. Nunca nadie me pregunta por él»; ya ven, no todo es Woody Guthrie), de la ansiedad por ficharlos de parte de nada menos que Clive Davies, el impecable radar de talento en el sello Arista, o de la influencia de algunos discos de los británicos sobre músicos como Lou Reed. No tenía idea, por ejemplo, que la famosa «Sister Ray» de los Velvet Underground lleva ese nombre en homenaje a Ray Davies. Tampoco que, la única vez que compartieron escenario, en Cleveland, en 1995, James Brown quedó tan impresionado por el turno de los Kinks que insitió para que Ray se subiera luego con él a bailar «Sex machine» (cosa que el británico declinó hacer).
Tenemos entonces que una banda que al menos en Chile rara vez aparece como primer ejemplo cuando se habla de la british invasion de los ’60 y cuyos mejores singles no figuran en los archivos a los que las radios acuden cuando quieren saludar a lo que sus programadores entienden por «rock clásico» hace sentirse pequeños a The Who, y ha tenido alguna vez a Metallica, Smashing Pumpkins y Van Halen aplicados en los acordes de canciones de envidiables riffs pero también —no lo olvidemos— cándidas declaraciones de amor (como «…el único momento en que me siento bien es cuando estoy contigo»).
A la historia de la música popular la marcan sólo en apariencia los más grandes figurones y las bandas dóciles a los requisitos de la fama. Los Kinks nos invitan a pensar que hay una corriente de influencia más discreta pero indiscutida. Son los que influencian a los que influencian, pero que muchas veces se llevan menos crédito que sus aprendices.
Y como esa inasibilidad colinda con el misterio, es frecuente que sobre esos referentes se escriba poco o sin precisión. ATARDECER EN WATERLOO salta la valla de esa nebulosa y consigue un texto de asombroso rigor y que, como periodista y redactora de libros de música, reconozco en su gigantesco esfuerzo de reporteo, chequeo de datos, lectura y síntesis.
¿Por qué los Kinks no es un nombre a flor de labios en los recuentos pop, como sí lo han sido contemporáneos suyos con cancioneros en vaivén de calidad?
De algún modo, este libro es, entre otras cosas, una explicación a esa paradoja. Una secuencia de causa-efecto que muestra cómo insolencias banales y torpezas comprensibles se interponen casi siempre entre el talento y la gloria. El panteón de la música popular, al menos en el relato que la prensa rockera ha querido darle en los últimos sesenta años, necesita de ciertas licencias, estereotipos y clichés que los Kinks no estuvieron dispuestos a darle. Al mismo tiempo, la industria del disco podía acoger la displiscencia y el sarcasmo en las dosis reducidas y manejables de, digamos, un Jim Morrison o un Elton John, pero no en las ráfagas impredecibles de un par de hermanos indomables, de temperamento conflictivo incluso para sus cercanos y ambiciones que, de tan sencillas, llegaron a incomodarse con el cálculo puro, frío y duro.
No es que los Kinks lo hayan hecho mal y otro montón de aspirantes a rockeros hayan cumplido con las tareas. Tampoco que sólo la mala suerte explique su distanciamiento de los número 1, su bajada del festival de Monterrey —imaginen lo que eso hubiese sido— o los sinsabores prácticos con su carrera en Estados Unidos.
Es algo que tiene que ver, más bien, con carácter, y con cómo las peculiaridades son aplaudidas en el contacto personal —nos resultan inspiradoras, ¿no?—, pero a la larga castigadas en el gran cauce social. Así lo describe el conductor televisivo español conocido como El Gran Wyoming, en el prólogo:
Ray Davies, un satélite autónomo dentro del mundo musical, al margen de cualquier moda o convención, que le ha permitido exponer su arte desde un punto de vista muy concreto, muy personal, sin desviarse de su rumbo, sin contaminarse con los diferentes movimientos que arrasaban en las distintas épocas en las que le ha tocado vivir, le ha permitido ser un arquetipo, una referencia. Es lo que normalmente conocemos como estilo. Eso que sólo los genios se pueden permitir en la seguridad de que poseen una verdad.
Recordamos de golpe un título: «I’m not like everybody else».
Quisiera, por último, invitarlos a pensar, con la excusa de este libro, en otra confusión ya muy instalada, pero que no por eso no puede airearse. Me refiero a qué hace a un buen letrista. Sobre esto podríamos extendernos en un seminario completo que ocupe varios días y salas del GAM, y no es la idea, pero sí no dejar de recordar el valor que en la composición de canciones deben tener los observadores, acaso por encima de los metaforistas, los mesiánicos, los sentimentalistas, los atribulados y los buenistas.
En la introducción de este libro los autores instalan la advertencia de que su trabajo es cuidadoso con lo que llaman «el imaginario kink», y que al poco andar ya queda claro cuál es: el de la clase media urbana inglesa (londinense, sobre todo); o, más específicamente, el de los hombres y mujeres corrientes que la forman, con sus aspiraciones, sus decepciones, los malos entendidos a los que les dedican energía para luego frustrase, los momentos sencillos que los nutren, la amargura de sentirse «estrictamente segunda clase», como ese verso triste de la no menos desoladora «Dead end street» (cuyo fondo el grupo asegura haber reencontrado claramente como referencia en «London calling», de los Clash).
Pero no es sólo ese universo de imágenes y referencias, sino el modo de abordarlos, lo que distingue las letras de Ray Davies. Cito una frase suya, incluida al párrafo siguiente de que el libro detalla el impacto familiar por la muerte de Rene, una de las hermanas del clan.
Durante el funeral, toda la familia se reunió en el salón principal. Entre llantos y cervezas algunos se lanzaron a cantar temas de despedida, como «Goodnight Irene» y «You always hurt the one you love». Era la manera de exteriorizar el sufrimiento. Pero a Ray no le parecía lo más apropiado. Dolido igual o más que ellos, creía que estaban banalizando un momento solemne. «No podía tolerar que el amor o la pena fueran tratados de una forma tan ordinaria», criticaría.
En el libro hay varias claves de las fuentes de inspiración y también de las corrientes de nutrición de Ray Davies como letrista (además de, por cierto, su actitud displiscente, escepticismo del poder y la riqueza y agudeza en la sátira). Su gusto por el cine realista inglés, por ejemplo —los llamados kitchen-sink dramas—, su paso por la escuela de Arte y su aspiración a congeniar de algún modo música y teatro —como en la ópera—, el hecho de haber coincidido con una época de apogeo creativo y de liberación de costumbres como lo fue el swingin’ London, pero me quedo con ese párrafo para precisar mejor qué hace a Davies tan elegante y certero, tan agudo y, a la vez, emotivo.
No es sólo que sea inteligente. Hay también rabia en él, empatía instantánea con la desventaja y la soledad, y una selección de vistas sociales determinadas por una genuina sensibilidad que, claro, no es compatible con el estrellato. Davies no ha sido un hombre encandilado con los lujos y favores de la fama, y ésa no es apreciación mía a partir de sus datos biográficos sino conclusión lógica cuando uno comienza a revisar con detención no sólo las estampas y personajes de sus canciones, sino también el pulso de empatía que las recorre y, sobre todo, una tranquila solidaridad hacia quienes, como ellos, no encajan.
Me calzó como algo totalmente certero aprender que su canción favorita de Lennon es «You’ve got to hide your love away».
«Miraba fuera, a un mundo complicado, para intentar recoger algo bello e inspirador», es una frase del libro con la que Ray Davies define parte de su estilo. Pienso hoy que hay en esa idea una invitación inspiradora también para nuestros desafíos, en otro tiempo y lugar, en circunstancias que los Kinks no conocen, pero no tengo duda comprenden.